Salió por la mañana
el peregrino
y en silencio se fue por la vereda
buscando la señal que le indicara
los giros y subidas de la senda.
Un sombrero
protegía su rostro
de la lluvia que caía fresca
y el bordón que llevaba en la mano
ayudaba a caminar sus piernas.
Salvando el barro y
el agua que corria
poco a poco subía la ladera
pensando en alcanzar la cima
y reponerse en sus gastadas fuerzas.
Atrás, ya se quedó
la ancha Castilla
con sus trigos, su sol y sus praderas,
con sus viejos metidos en tertulia,
y con niños que iban a la escuela.
Quería divisar allá
a lo lejos
las torres altas de la vieja iglesia,
y escuchar el tañir de las campanas,
y percibir el incienso que se quema.
Sus pasos cansados
pero firmes
le llevaron por la acera estrecha
después de varios días de camino
hasta la esquina de la plaza vieja.
Allí, donde llegas
y miras
y te haces preguntas sin
respuesta,
y según vas subiendo la escalera,
te paras a admirar tanta belleza.
Y al fondo, con
reflejos de luces,
donde los pasos llegan a su meta
meditas y tragas la saliba
que te queda después de tanta brecha.
Julio
de 1.997
@ Germán
Herranz Rillo
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